Un mundo en el que la pasión y la obsesión se dan la mano. Un mundo en el que las decisiones marcan el destino. Un mundo donde la bajeza y la grandeza de la condición humana están a flor de piel. Matthew Bourne, uno de los coreógrafos y directores más reconocidos en las últimas décadas, llegó al Opera House del Kennedy Center –desde el 10 al 15 de octubre– con una pieza que tuvo su estreno mundial en diciembre de 2016, “The Red Shoes” (Las zapatillas rojas), y que se convierte en un claro caleidoscopio de la vida y sus contradicciones.
La obra, inspirada en la película británica de 1948, realizada por el equipo formado por Michael Powell y Emeric Pressburger, cuyas raíces se remontan al cuento del mismo nombre de Hans Christian Andersen, adquiere perfiles propios y un estilo narrativo diferente. Tal como lo hace habitualmente, Bourne cuenta su propia versión de la historia. A su manera, y sus códigos particulares. “The Red Shoes” no es una réplica del legendario film, tampoco lo es del cuento de Andersen. Es, simplemente, una nueva obra. No obstante, Bourne deja aparecer elementos insustituibles de la trama, los cuales marcan el perfil de un personaje atormentado que no logra resolver sus conflictos internos entre el amor, el arte, la tentación, la vanidad.
En la noche de apertura, una de las principales figuras del mundo de la danza actual, primer bailarín del American Ballet Theatre (ABT), Marcelo Gomes, asumió uno de los protagónicos masculinos. Esta vez, se convirtió en el joven compositor Julian Craster. El bailarín, se unió en esta gira a New Adventures, la compañía de Bourne, y como siempre, puso su toque particular y único. Gomes es uno de esos bailarines excepcionales que todo lo que baila lo convierte en magia. Y esta vez, volvió a cumplirse el conjuro.
Sus pas de deux -bellos e intensos desde el punto de vista coreográfico- junto a Ashley Shaw, en el rol de Victoria Page, son absolutamente sublimes. Quizás, lo más logrado de esta puesta magnificente, con un gran despliegue escenográfico creado por Lez Brotherston, trucos lumínicos interesantes de Paule Constable, y planos y contra-planos que marcan la realidad y la ficción como una sucesión de imágenes oníricas.
El coreógrafo británico hace que sus bailarines se conviertan en verdaderos actores de la trama, y de esta forma, combinan una excelente técnica, tanto clásica como contemporánea, y un trabajo de interpretación sólido, consistente, para el que no necesitan las palabras. De esta forma, la puesta se convierte en algo vivo, mágico y cautivante, mientras se escapan guiños de humor e ironía.
Victoria Page, la protagonista, se debate entre la danza y su amor por el músico Julian Craster (Gomes). Forzada a esta disyuntiva por el obsesivo coreógrafo Boris Lermontov (interesante trabajo de San Archer), enamorado de la bailarina que él mismo convirtió en estrella de su compañía. Alrededor de este trío gira la narrativa de este “cuento de hadas” contemporáneo, que apunta a una especulación más psicológica que naif.
Las escenas de conjunto, arrolladoras e intensas, también forman parte de ese lenguaje particular de Bourne, en el que la coreografía desafía a los bailarines, con una diversidad de movimientos simultáneos y paralelos, en los que cada uno cumple un rol diferente. El vestuario, también de Brotherston, es llamativo y audaz.
En esta puesta Bourne no solo muestra los costados oscuros del mundo del ballet como una metáfora de la vida, sino que propone una reflexión sobre el arte y el compromiso del artista. Quizás, su propio compromiso y el de sus bailarines. Quizás el de Victoria Page, que en su escena final prefiere la muerte a la claudicación.