El lunes 22 de junio, un día antes del debut del Royal Ballet de Londres en el Opera House del Kennedy Center, un accidente de metro en la ciudad dejó nueve muertos y 76 heridos. La directora de la compañía londinense, antes de levantar el telón dedicó la función a las víctimas de esa tragedia que conmocionó a la ciudad.

La compañía, cuya precisión se parece a un mecanismo de relojería comenzó su primer programa con "Chroma", una propuesta de toque contemporáneo de uno de sus coreógrafos residentes, Wayne McGregor. La obra, que apunta a un absoluto minimalismo, con una gran demanda física y rítmica, reúne a 10 bailarines que intercalan dúos, tríos y trabajos grupales sobre una trama abstracta.

Con arriesgado tino, el Royal Ballet saltó de lo estrictamente contemporáneo a una historia tradicional, “A month in a Country”, contada por una de los grandes maestros de la narración coreográfica, Frederick Ashton. Con refinado clasicismo, Ashton creó en 1976 este drama coreográfico basado en la obra del novelista ruso Ivan Turgenev, escrita entre 1855 y 1872.

Un elenco elegido acertadamente puso a la delicada Zenaida Yanowsky como Natalia, una mujer casada y enamorada por el tutor de su hijo, Beliaev, encarado por Rupert Pennefather, quien supo cubrir su rol con el énfasis justo y precisión técnica. Yanowsky, transita por los diferentes estados de esa mujer frívola y orgullosa que quiebra su hastío con su apasionado amor prohibido. Sus variaciones, que se funden con una intensa gestualidad, la ponen en el centro de la. Sus expresiones se funden con la precisión técnica de una manera imperceptible y mágica.

El solo de piano interpretado por Kate Shipway fue el toque justo para esta bucólica pieza que mostró la versatilidad de esta compañía y de cada uno de sus bailarines.

Para el final, la compañía dejó paso a la eléctrica pieza de Christopher Wheeldon, "DGV: Danse à Grande Vitesse". La obra, estrenada en 2006, es un tributo al famoso tren francés, TGV, de gran velocidad.

La música de Michael Nyman, propone un gran desafío para los bailarines. Con cierta semejanza al planteo musical de Phillip Glass, la obra permite el lucimiento de las parejas principales que van alternando sus secuencias y comparten el vértigo de la velocidad. Los primeros bailarines de la compañía, con precisión y solidez, reafirmaron su alto nivel de danza.

Manon

Una historia que podría considerarse atípica para el glamour del ballet clásico, pero nada atípica para un coreógrafo como Kenneth MacMillan, cuyo objetivo siempre poner un toque social y realista a la danza académica. "Manon", una de sus obras maestras, confirma esta estética en la que el sexo, las miserias humanas y la marginalidad son protagonistas de una trama en la que la heroína no es la “pura e inocente cenicienta maltratada”, sino un personaje vulnerable y hasta casi amoral.

El segundo programa del Royal Ballet abrió con dos bailarines gloriosos, Tamara Rojo y Carlos Acosta, que hicieron más gloriosa aún la pieza basada en “Manon Lescaut”, novela del Abate Prévost, que originalmente se llamó “Historia del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut”, y formaba parte de las “Memorias y Aventuras de un hombre de calidad retirado del mundo”, escrita entre 1728 y 1731. La obra, que en su versión original tiene siete volúmenes, llegó primero a la ópera de la mano de Jules Massenet, de quien MacMillan tomó parte de la música.

La historia muestra a dos jóvenes, casi adolescentes –Manon, atractiva muchacha destinada al convento y Des Grieux, un noble de provincias que se enamora perdidamente de ella–, que huyen a París, donde la realidad pone al descubierto sus auténticos caracteres. Manon, mujer ambiciosa que aspira por encima de todo al lujo y a la comodidad, hasta llegar a la traición y la prostitución, mientras Des Grieux, ingenuo y débil, cae en el juego de los tahúres y la violencia. Manon, termina sus días deportada en Louisiana, en brazos de su amante, Des Grieux, quien intenta salvarla hasta el final.

Con magníficos pas de deux, Rojo y Acosta ponen sublimidad a esta trama. Ambos bailarines, dueños de una técnica impecable, logran la combinación perfecta de fundir actuación –en roles difíciles de cubrir- con la delicadeza del plateo coreográfico de MacMillan. Con refinado criterio logran transitar con su expresividad corporal por los diferentes momentos dramáticos de la obra y su objetivo es el corazón del espectador.

Una puesta magnífica, arriesgada, con diseños escenográficos de un indiscutible compañero de MacMillan, Nicholas Georgiadis, la puesta es absolutamente conmovedora y transgresora. Aquí la heroína deja de ser un modelo a seguir, y es su partenaire el que surge como el héroe de una historia sin final feliz.

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